Eras

Pedro G. Cuartango escribe un artículo llamado «El club de los corazones solitarios» y que descubro a través del gran @Guardia_el

«Las grandes decepciones nos hacen refugiarnos en las cosas pequeñas. Eso es lo que me está pasando a mí.

Vuelvo a escuchar las canciones que me gustaban en mi adolescencia, hojeo viejas novelas con páginas ajadas por el tiempo, me pregunto qué será de aquella chica con la que me crucé una tarde, sueño con barrios que ya no existen, con amigos que he perdido para siempre.

Me había hecho la ilusión de que mi vida sería mejor al conquistar ciertas metas, al lograr cierto grado de bienestar y de reconocimiento profesional, pero ahora siento una añoranza irresistible por el pasado, cuando no poseía nada pero tenía todo el tiempo por delante.

Mi mayor placer ha sido no hacer nada, la ensoñación pura y dura. Mi distracción favorita era la de observar a las personas y las cosas. Cuando era niño, me pasaba horas mirando las orillas del Ebro y el curso del agua, que ejercía sobre mí una atracción hipnótica. Y ahora disfruto de los atardeceres rojos de este Madrid en primavera.

No creo que lo que da sentido a nuestra existencia sea acumular poder o lograr un alto nivel de vida material, lo verdaderamente esencial es comprender. Y ello es extremadamente doloroso porque, en última instancia, comprender es darse cuenta de la fragilidad de todo lo que nos rodea.

 

chica con flores
Las  pequeñas cosas.

Cuando uno se acerca a los 60 años, empieza a tomar conciencia del carácter perecedero de lo que importa, de las personas que jamás volveremos a ver, de los libros que no leeremos, de los sentimientos que no podremos recobrar. Entramos sin ser todavía conscientes en el club de los corazones solitarios.

Recuerdo con extraordinaria viveza, como si hubieran sucedido ayer, cosas que me pasaron hace más de 40 años. Y asocio esa impresión de pérdida a lo que debe experimentar una persona que siente todavía el brazo que le han amputado.

Me gusta retornar a los sitios que forman parte de mi historia. Pero ello siempre me produce frustración porque nunca están como yo me los imaginaba en mi memoria. Todo fluye, todo cambia menos nosotros, que somos arrastrados por el paso de un tiempo que nos destruye. Esa conciencia de la fugacidad hace más precioso cada instante porque en él se condensa toda la eternidad.»

Los fantasmas que llevo dentro

Me he enamorado de una casa. En realidad de un balcón.

No puedo decir algo más significativo como que está en la Calle Placer. Eso lo dice todo. Salí de trabajar y cambié el rumbo habitual para perderme un poco por las callejuelas de la ciudad. Y ahí estaba, mirándome desde lo alto y guiñándome un ojo. «Qué lugar tan solitario» -pensé- «me encanta».

El fantasma de la casa salió al balcón a saludarme, riéndose sin parar con una carcajada de esas que te contagian por dentro aunque no quieras. Quedamos en esa puerta de madera resquebrajada por la lluvia y me invitó a pasar.

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Allí estaban, por las paredes, los lienzos que había pintado al óleo cuando era pequeña, sobre la coqueta mi colección de ranitas de cristal; del salón blanco inmaculado se elevaban estanterías repletas de libros y en la pantalla del televisor se proyectaban, entremezcladas, imágenes de las películas de Bergman.

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Ya anochecía cuando me fui de allí con esa sensación de verano que a veces te inunda el pecho.

En el balcón se habían encendido esas pequeñas bombillas que decoran el techo y parecen estrellas. El espíritu de aquella casa bailaba bañándose en los últimos haces de luz del crepúsculo mientras los arenosos sonidos del tocadiscos hacían cantar a Edith Piaf.

Al bajar la calle todavía podía olerse ese aroma mágico a fresas salvajes.

Algún día volveré, y esta vez, para quedarme.